El perdón es una poderosa herramienta para
sanar y liberar los males del alma y de la mente.
Aunque se encuentran innumerables teorías, discursos y escritos que hablan de él y sus efectos, a veces nos quedamos cortos en
el qué y cómo perdonar cuando un evento ha dejado una profunda huella de dolor
y desasosiego.
Si bien en lo personal no creo que exista la
varita mágica que haga desaparecer el resentimiento, sí he visto y experimentado
que hay procesos que ayudan a devolver la paz a la mente y extender su beneficio hasta el cuerpo, permitiéndole
recuperar la salud.
Para entenderlo, parto de la premisa de que
todo está en las creencias y patrones de pensamientos que albergamos en la
mente. En efecto, estos son los que le dan el matiz e intensidad a la ofensa
vivida.
Una gran cuota de estas creencias son heredadas de nuestros ancestros. En el trabajo terapéutico
se evidencian esos dolores vividos por aquellos, sobre todo por los padres, de
los cuales sin creerlo nos apropiamos,
como una forma de amarlos.
Un recurso valioso para obtener el perdón
consiste en permitirse sentir lo que la situación de ofensa causa en nosotros. Una
vez conectados con la emoción, pedirle que nos lleve a recordar en la memoria
ancestral la situación que hoy replicamos de papá, mamá o de ese abuelo que
tanto amábamos.
Es posible que por resonancia llegue a nuestra
memoria el dolor que ellos vivieron en situaciones parecidas a la que se está teniendo
en el presente. Es como un viaje en el tiempo, en que el hilo conductor es la emoción.
En ese momento de conexión con el sentir del
alma familiar, emerge un profundo sentimiento de compasión hacia ellos y hacia
nosotros mismos, y el dolor experimentado por generaciones sale a la luz liberando
años de dolor.
Con este ejercicio surge un sincero acto de
perdón como efecto de la comprensión, en el que se libera a las víctimas y a los victimarios, presentes
y pasados, sin el juicio implacable de la condena. De esta forma el perdón es
el efecto de un ejercicio de comprensión y de conciencia.
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