Es fácil interpretar este término (neologismo
creado por el filósofo colombiano Gerardo Schmedling) como un acto de sumisión,
en el que se cae por resignación, estado que a la larga se vuelve insoportable.
Pero también es posible apreciársele como un arte, cuando la persona que lo
cultiva, lo entiende como el acto de
resistirse al deseo de controlar el mundo que le rodea y optar por la paz interior.
A esta última afirmación puede juzgársele de
facilista. Pero en ella se esconde la sabiduría de aquel que escoge entre
verdad e ilusión.
Desde pequeños se nos guía a que hay que
esforzarse y sacrificarse para llegar a ser alguien, bien sea por medio de
títulos académicos, posesiones o reconocimiento. En otras palabras se nos enseña
que no somos nada, y que son los otros los que determinan nuestra valía.
Esta desconexión con nuestra esencia es la que
da nacimiento al miedo. Pues, si no somos nadie, hay que luchar y sacrificarse
para llegar a serlo, de lo contrario nos extinguimos. Por esta razón es el
miedo el que evalúa lo se quiere y lo que más conviene. Porque él nos hace
creer que somos incompletos.
Por esto no es de asombrarnos la agresividad
como una forma de vivir en un mundo de sobrevivientes. Esta puede manifestarse en un amplio abanico
de comportamientos que va desde el simple juicio malintencionado hasta el
asesinato.
Es tan sobrevalorado el estatu quo que nos da el mundo,
que a cambio le entregamos nuestro
mayor bien, la paz mental, y con ella la
alegría, la salud y las relaciones. Todo a cambio de una ilusión, pues el miedo
nunca puede darle fundamento a la verdad.
Aceptología es entonces, hacerse consciente de que
toda situación que genere malestar es porque está siendo vista mediante el
filtro del miedo. Si somos capaces de llegar a esta evaluación, antes de ser atrapados por la angustia y la sosobra; entonces es nuestra responsabilidad elegir entre la falsedad o la paz interior.
Desde este punto de vista, la aceptología deja de ser sumisión para convertirse en sabiduría.
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