El ser humano es una triada compuesta por
espíritu, mente y cuerpo. Hablando de cada una en su orden, el espíritu es una
expresión inmaculada de lo divino de cuya chispa se anima la vida. La mente, el
océano insondable de las ideas del ser humano. Por último, el cuerpo o aspecto
más tangible de este trio, de cuya manifestación y mantenimiento también se
encarga la fuerza de la creación.
En el aspecto espiritual y material no podemos
hacer intervención directa, pues ellos pertenecen al campo de lo divino. Si
bien al cuerpo puede hacérsele algunas mutaciones e intervenciones gracias a la
ciencia, aún hay situaciones que se salen de las manos del hombre, como la de devolverle
la vida a un cuerpo que ya ha muerto o cambiar la genética esencial de lo
humano.
Pero en la mente sí que podemos entrometernos
y hacer transformaciones. Es el
territorio donde se tiene el libre albedrío para actuar en favor de la paz o
del sufrimiento. Cada momento es una oportunidad hacia el encadenamiento o
hacia la libertad y es una decisión del lado en que se quiere estar.
Con lo anterior me refiero a que la mente como el
eslabón ubicado entre el espíritu y el cuerpo, puede ir hacia las cualidades del
silencio y luminosidad del espíritu o hacia
el otro extremo, lo denso y corpóreo.
Para direccionarla hacia lo más sutil se hace
necesario recordar que su fuente es, ha sido y será lo divino, sin importar que
se crea o no. Según las diferentes
escuelas de sabiduría, a estos estados se llega situándose en el presente y
asentando la mente en el silencio donde no son posibles los juicios personales
y la separación de la totalidad.
Hay un ejemplo que me encanta poner para representar al silencio como una
posibilidad de estar. Si pensamos en un atleta en plena competencia deportiva, sabemos
que es posible que él pueda ir disminuyendo la velocidad hasta caminar y finalmente
quedar en reposo absoluto. De igual forma la mente puede ir del alboroto del
pensamiento hasta el silencio total que es su estado natural y primigenio.
La alquimia es el resultado de la
transformación de los estados de la mente. Este se logra mediante un propósito consciente
de vigilancia sobre los pensamientos que producen malestar, separación y perturbación. Es un estado de alerta
permanente para poner el freno de mano y encauzar la mente de regreso al
presente, en dirección a la conexión con
la fuente de la sabiduría interior.
Este acto continuo de entrenamiento mental eleva
al individuo a estados superiores de consciencia y los convierte en iluminado.
En otras palabras se refiere a aquel que se ha establecido permanentemente en la
imperturbabilidad amorosa y compasiva de su esencia divina.
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*Por motivos técnicos con el portal del blog no había vuelto a escribir. Ya superado, aquí estoy de nuevo.
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