Cuando se hace preciso tomar una decisión entre
dos posibilidades que implican cambios drásticos de vida, se crea un alto
estado de estrés. Esta ‘encrucijada’ obliga a la persona a la reflexión y evaluación
de los puntos a favor y en contra que tiene cada uno de los eventos. Es un
proceso en que la mente se desgasta entre evaluaciones, reflexiones y guerras internas
contra los miedos más profundos.
En este momento de dualidad y quiebre,
generalmente se está entre soltar unas condiciones existentes y conocidas, y arriesgarse
a tomar una nueva que llama a la incertidumbre. En circunstancias como esta se
activa un programa inconsciente llamado ‘miedo a perder’. Este se manifiesta
como un vacío visceral que provoca incapacidad de actuar.
Pero hablemos más de este miedo, que es el que
realmente pone en jaque la tranquilidad. Se trata de un programa biológico ancestral
de supervivencia. Para cada persona este se interpreta como un deseo apremiante
de mantener las condiciones en que se está acostumbrado a vivir, aunque generen
sufrimiento y dolor. La mente lo evalúa como aquel refrán popular que dice “más vale
malo conocido que bueno por conocer”.
En contraposición, la nueva opción ofrece cambios
y movimientos. Esta situación exige de nosotros flexibilidad y aprendizaje de nuevas
aptitudes o destrezas. Se activa otro antiguo programa de supervivencia,
referente a la necesidad de ser aceptado en la manada. Este se traduce con la
pregunta ¿seré capaz de adaptarme a las nuevas condiciones que me impone este
reto?
Lo maravilloso de estos momentos difíciles es
ver en ellos la oportunidad para trascender
lo antiguo y romper la zona de confort a la que se está acostumbrado. La decisión
por lo nuevo trae sus recompensas al obligarnos a descubrir nuevas riquezas
internas. Además de incrementar la confianza en el poder de la vida que siempre
está presto a apoyar la evolución y el crecimiento.
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